Alma de butano y el piloto encendido

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Hace un frío de los mil demonios.

Me es muy difícil mover las manos. Literalmente, parecen congeladas por esta onda nueva que llega como turista amateur: Aquí nunca hace tanto frío por tanto tiempo.  El estar aquí tratando de escribir algo coherente es una verdadera hazaña.

Tres grados centígrados marca el termómetro en Internet. El aire se siente más abajo que eso cuando corres tratando de buscar tu humanidad. Las manos dejan poco a poco de existir, orejas, nariz, toda tu faz tras unos segundos. El abrigo se convierte en canalizador de dagas filosas, minúsculas dagas filosas que parecen atravesar la piel por cada uno de los miles de poros en ella, todas al mismo tiempo y con la misma fuerza que llega hasta los huesos, que los lastima, los manceba y te deja sin sentidos.

El cuerpo no aguanta. Los mocos y las lágrimas escapan como en una irrisoria gripa, como si de repente el frío de convirtiera en calor y tu nariz y ojos fueran de cera incrustados en una fea mueca de cartón que intenta reflejar la personalidad. La cara, pues. Te derrites por fuera y te llega al alma.

Si subir las escaleras con dificultades ambientales al lado de alguien que sostiene tu mano es una horrible odisea, correr solo a lo largo de un campo de fútbol es un suplicio, un calvario de idiotas. Correr por pereza de no hacer una llamada. Correr simplemente por correr y hacer algo nuevo, para variar un poco.

El cielo, nublado. No haría tanto frío si las nubes indecisas no hubieran crecido tanto para cerrar el paso a Ra. Uno de esos días que casi todos relacionan con la tristeza de un corazón congelado y deshecho en pedazos. Un viento débil, incipiente, que parece que espera que alguien salga para actuar, moverse y molestar como niño pequeño, el caprichoso viento que nunca da tregua parece querer hacer algo, tumbar una rama, levantar una bolsa de plástico por lo menos. No se decide a hacerlo. Espera que alguien consciente llegue para recogerla y arrebatársela de las manos. Nadie llegará. El viento no corre si no es en tu contra.

Testigos mudos, las mismas moles de roca y hierba que rodean esta ciudad. Los cerros viejos que reverdecen encuentran este día su agonía sin protección, su vulnerabilidad frente al viento que parece débil hasta que acaba erosionando cada Everest en este mundo. Los cerros viejos que reverdecen llevan canas hoy, caspa, un sombrero esponjoso que se retira dejando su blanco e ingrato regalo. Apenas se ve, pero ahí está: esa capa de nieve, hielo más bien, en cada hoja de los árboles altos. Parece una red pulverizada que cubre con más golpes de la naturaleza a esas pobres criaturas, que ni siquiera de sus habitantes se saben defender. Los cerros carcomidos por abajo, se congelan este día por arriba.

Más terrenales y enclaustrados, encontramos la actividad eterna. La carrera al precipicio continúa de todas maneras. Los que trabajan y se quejan por lo bajo en sus temblores, los que pasean por novedad, los que estudian por obligación, todos con sus poblados atuendos y el vaho de cada respiro.

Por alguna razón, realmente amo este tipo de días... Me encanta el frío. Hablando sólo en la azotea de mi casa en este frío, meciéndome en la oscuridad madrugadora de un parque solitario como nunca en este frío, corriendo estúpidamente por un estacionamiento en este frío, compartiendo un rato este frío con quienes me pueden, soy feliz. Hoy soy feliz.