Nuevas percepciones del arte de jugar gato

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Un tablero de tres por tres, como si a eso se limitara la vida y como si en eso se encontraran las esperanzas y los anhelos y el futuro de una generación completa de humanidad. Como si un tablero de tres por tres universalmente conocido hiciera la diferencia entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, entre la esclavitud y la libertad, o incluso entre cosas importantes y más profundas, como el puré de papas pegado a la sartén y la aburrida tarea de mi hermana. Como si cuatro líneas constituyeran la barrera contra naturaleza salvaje, contra la horda enfurecida que alimenta la revolución incómoda, contra el conflicto de ideas que lleva a la muerte absurda, a la muerte.

Pero lo hacen. ¿Quién aquí sabe jugar?
¿Quién aquí sabe ser quién y derribar líneas legalmente? Esa es la cuestión.
Hay muros. Límites. Cortinas establecidas crueles, indiferentes, invencibles, eternas. No hay nada más eterno que las líneas que conforman un gato mal acabado. No hay nada más duradero en este mundo, ni este mundo mismo, que confronte en longevidad a un empate. Un fracaso. Un fracaso de la humanidad. ¿Quién aquí sabe jugar? ¿Quién aquí sabe no condenarse con cuatro líneas y algunos círculos? Condenarse con algunas cruces que nunca llegan a juntarse, nunca.

Eso no es un juego. Es una obra del demonio.

El demonio es una obra del juego.

¿Quién sabe jugar aquí? ¿Quién sabe ganar aquí? Jugar, es correcto, porque al final de cuentas eso que hacemos no es jugar.

Cuatro líneas.

Al final, eternas.

Cruz, o círculo. Círculo.

Cruz.

Círculo.

Cruz.

Bolita.

Tachita. Bolita, tachita, bolita.

Cuatro líneas eternas. Prisiones eternas. El juego macabro de encarcelar por el resto de los tiempos y aún después de ello a los símbolos más inocentes de esta psique. Algo horrendo. Inhumano. Indecible. Como una condena eterna siendo bolita al centro. Cuatro muros, inderribables, invencibles, intocables si quiera a menos que un mal trazo sea el origen de ello. Un número par para odiar, asfixiante. Muros hacia los cuatro bacabes. Muros hacia atrás y a la izquierda, hacia arriba y adelante y la derecha, hacia abajo, hacia más allá, esquinas. La más horrenda tortura bidimensional, eterna, eterna tortura, entre cuatro muros.

Y entre tres muros. Con una puerta de cristal a los trazos de fuera. Una ilusión: nada sale de ahí. Cuatro líneas en un tablero de tres por tres, nueve prisiones, eternas , en un juego macabro hecho en veinte segundos. Atrás de decenas de libretas y en el dorso de miles de muñecas y en los brazos y en los bancos y en la arena y en los cadáveres.

¿Jugadores? ¿Realmente?
Creamos. Ignorantes, creamos. Como Dioses estúpidos, como Dioses humanos, creamos el tablero de tres por tres casillas, prisiones, cámaras de tortura y condena. Jugamos. Empate, y un fracaso. Y nueve figuras cuya esperanza perece por el bien de todos, en el mejor de los casos. Y nueve figuras eternas. Nueve figuras en trazos que permanecerán, ignorantes de su Dios, su Dios ignorante.

Y mueren sus Dioses creadores. Y el juego permanece. Y tortura. Y se suma a los fracasos.

Un maullido eterno, porque no se sabe ganar, porque no se sabe jugar, porque la bolita enfrenta a una tachita a contraesquina y hay condena de por medio. Y como si no escucháramos, los Dioses siguen fracasando, y siguen jugando a jugar, oportunistas de los errores contrarios porque sólo así "se puede". Y otro empate, y otro fracaso, y otro conformismo, y otra tortura eterna. Como si sus creadores jugaran con ellos. Como si sus creadores pudieran jugar.

No, no. Nadie sabe jugar gato.

Pero el gato sabe jugarnos, sabe jugar humanidad y hacernos partícipes de su virulenta multiplicación de torturas eternas, de su virulenta exaltación de nuestro oportunismo y mala voluntad.

Nadie sabe jugar gato.

Pero el gato sabe jugar humanidad.





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Y sin embargo, tú me has ganado.