Unas eternidades más

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¿Cuantos días van?
No he contado desde los cuarenta.
¿Cuantos serán?
La vida, ella ya lo sabrá.

He luchado y soñado, he vivido, he despertado y me he echado a dormir, he cerrado los ojos al mundo y me he arrancado los párpados de golpe, como nunca y siempre, tantas veces como mi ser mismo me lo dejó hacer. He seguido siento tan común como mí mismo y tan singular como cualquier humano. He continuado mis respiraciones sin suspirar, mis pasos sin desvío hacia la misma nada de la que vengo en donde quiero sembrar mi árbol, el retoño que tengo cuando no estás, el sueño que poseo, el que distrae a mi naturaleza de múltiples y condenadas figuras de ajedrez.

¿Cuanto más será? Sé que algún día mi camino se desviará por un efímero momento para encontrarse con el tuyo. Me lo digo, es posible, quizá sea al bajar estas escaleras, que te vea y desvíe la mirada para volver a posarla en ti, a atravesarte con ella y tratar de descubrir lo que nunca vi. A tratar de observarte, para ver que existes, que eres real, que fuiste y sigues siendo... Que sigues caminando, soñando, luchando por tu sueño en turno, rindiéndote ante la felicidad, ante el paso adelante, rindiéndote a la vida... Viendo como sonríes mientras muestras la misma espalda que siempre me diste.

Algún día será. Pupila frente a pupila te diré lo que he callado tanto tiempo a pesar de habértelo gritado siempre... pupila a pupila te besaré como siempre temí hacerlo, besaré con la mirada, poseeré tu minúsculo momento de atención que hará valer las indiferencias absurdas que tanto me dolieron... Que en otros momentos hicieron secarse estas mismas pupilas, después de amargos tres minutos. Después de hondas observaciones al interior del alma. Al interior de mis deseos. Al interior de mí mismo.

Pupila a pupila, volaré con las alas que me negaste, algún día será...
Y tus negras plumas se caerán cuando voltees la mirada y te desvanezcas entre las manos de mi pensamiento, para alimentar el gran cementerio de las ilusiones muertas, reproducidas por ti.
Para darle abono al retoño que plantaré en la nada a la que voy.

La nada a la que voy... La nada llena del recuerdo, de la misma ilusión que siempre fue.

2922 días

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U ocho años. 11 de septiembre, 2001. Los niños y adolescentes, los estudiantes universitarios y los trabajadores, como siempre, se dirien a sus lugares de trabajo o estudio. Es un día normal en el mundo, la lluvia cae en algunos lugares mientras en otros neva tal vez. Los grandes edificios de la ciudad de los rascacielos proveen de sombra a los transeúntes con un maletin o un periódico en la mano, a los taxistas que transitan por las calles congestionadas del centro.

De repente, la sombra desaparece por un momento. Y el mundo entero parece caerse.
Alzan la cabeza mil almas a la torre que se han acostumbrado a ver, otros de los edificios de junto sólo voltean por la ventana, se tapan la cabeza, cierran los ojos para después tratar de descubrir qué ha pasado. Todas las miradas y las respiraciones se orientan en una misma dirección: junto a otra de la misma complexión, su torre gemela, la mole de acero y concreto más sobresaliente de Manhattan se incendia en su punta cual gris vela de candelilla. Y luego, su hermana. Quienes se sorprenden por lo que pasa al lado ven en ello su última acción en vida.

Dios santo. No es cierto que esto esté pasando.

Gritos, exclamaciones, llanto, desesperación, miedo, impotencia. Gente viendo olvidándose que existen. Gente rezando, llamando al Dios que parece el único capaz de hacer algo así. Gente corriendo por una vida que antes no les había importado. Gente capturando embobada con una cámara en la mano el momento que marcaría a millones de habitantes de una nación sumida en el vacío. Gente que no lo cree, que sabe que no puede ocurrir.

Y 3017 almas extintas bajo el fuego y la chatarra de miles de toneladas de piedra. 3017 almas que vivieron el último día de su vida sin saberlo. 3017 almas que, sin quererlo, sin haberlo escogido, comenzaron un efecto dominó acelerado por el miedo y la ambición de genocidio y riqueza. 3017 almas que pusieron al mundo en su más frágil y estúpido estado: el estado del miedo y del aprovechamiento del mismo. Ese 11 de septiembre de 2001, mientras yo estaba en la escuela primaria, casi 300 millones de habitantes norteamericanos se darían cuenta de que eran tan frágiles como cualquera o más, no podían ya ocultarlo y el mundo ahora estaba en el mundo. Más de 300 millones de habitantes fuera de norteamérica dejaban escapar su emoción guardada, y la solidaridad nacía, porque no había otra manera de que pasara. ¿Jaque mate? Cómo pudo ser, cómo pudo pasar que la mayor potencia mundial, el rey del mundo capitalista, fuera tan frágil, tan humano...

Tan humano...

3017 personas muertas, entre trabajadores de las torres y sus alrededores, entre personas que caminaban por la calle, entre pasajeros de avión, entre burócratas del pentágono y terroristas tratando de encontrar su alma. 3017 personas... Y el terrorismo ya es real. Y ya está aquí. La gente del imperio se tambalea así como se descubre: Hay que abrir los ojos. Somos mortales.

3017 vidas extintas bajo tierra húmeda por las mangueras de los bomberos, héroes nacionales. 3017 espíritus robados por arte de arrojo o casualidad.

3017 excusas para empezar una guerra en la que han muerto más de un millón de personas. Más de un millón, por 3017. Más de un millón por unos barriles de petróleo. Más de un millón por el miedo, la ambición, el control, la estupidez. Debajo de los escombros de lo que antes fue un hogar diseñado para ser seguro, junto a un coche bomba frente a una escuela, frente a un tanque militar o en una base de guerra, asesinados en genocidio o esporádicamente. Más de un millón de vidas perdidas. Más de un millón entre soldados y policías, entre enfermeras de guerra y madres con niños, entre estudiantes y trabajadores. Más de un millón, y la Guerra continúa.

Y a esa guerra va ligado un presupuesto de más de dos billones de dólares que Estados Unidos parece dispuesto a gastar en gasolina para tanques y municiones para las armas. A eso, se suma lo que muchísimo países están dispuestos a otorgar a la lucha unida contra el terrorismo, el oprimente miedo de las masas, el arma más poderosa: la muestra al enemigo de su vulnerabilidad. Billones de dólares. Y el 40% de la población mundial, casi 2,700 millones de habitantes, sigue viviendo con menos de 30 pesos diarios. En su vida, ese 40% de la población mundial gastaría algo parecido al costo de la guerra.

Pero el mundo está unido, si, contra el terrorismo. Comiéndose a sí mismo para borrar las heridas, comprando, produciendo para borrar marcas, para reducir problemas. El mundo está unido contra el terrorismo. Y mientras, miles de personas mueren de hambre en África... O en algún rincón de esta misma ciudad que me vio nacer. La pobreza está en todos lados. Que no la queramos ver, es otra cosa.

Dos billones para la guerra. Más relleno para la fosa. Más comida para gusanos. Más miedo para la gente. Más control sobre el pueblo. Más dinero para que el mundo funcione. Más, más, más.

Y más inconsciencia.

Más impotencia. Más ojos cerrados que no pueden ver que tienen manos. Que el mundo está hecho de humanos. Y que como humanos que somos, podemos cambiarlo.

No se ha hecho él con pasividad y resignación.

El mundo necesita una voz, necesitamos una sola voz: la nuestra.

Y es hora ya de dejarla salir.

Espontaneidad de la planeación

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Ya casi son las 12. Debo apurarme si no quiero llegar tarde.
Siempre pasa esto, aunque ya me estoy acostumbrando. Este nuevo horario es algo extraño para mí.
De todos modos salgo con tiempo para subir al auto de mi mamá para que éste arranque con su ruido tan característico, y tan, tan molesto. No me gusta salir en auto a una avenida como Colón, con sólo abrir la ventana me llega un olor a combustible quemado y aceite de motor que no soporto. Es peor cuando todos suenan su bocina intetando que el mundo gire más deprisa con ello. No lo hará, nuca lo hará. No se gira con sonido, se gira con voluntad. Es tan difícil de entender... ¿Es tan difícil?
Creo que cada claxon presionado es un grito de desesperación... otro más que nadie escucha sin responder con otro grito. Un grito de desesperación de no poder encontrar aquello que no sabemos cómo se llama, cómo es, cuándo se ha perdido y porqué lo buscamos. Uno más que ni el emisor puede escuchar.
Llegamos a la parada. Como siempre el camión "de ruta" está esperando pasajeros. Yo soy uno de ellos, así que trato de subir abriéndome camino entre mis dos mochilas y la carpeta que llevo cargando. Por lo menos puedo conseguir mantener el equilibrio.
Y tomo mi lugar. Siempre elijo uno del lado de la ventanilla izquierda, a mediación del camión. No muy atrás, no muy adelante, con vista y a veces, un poco de viento. ¿La razón? El primer día lo hice así, y no hay razón para cambiar. Soy de costumbres por más que me duela admitirlo.
Y el camión se mueve, después de haber recogido algunos pasajeros, estudiantes casi todos. Uno que otro trabajador, una que otra señora con sus hijos también. La igualdad entre hombres y mujeres es un hecho constitucional, pero en la práctica se dista mucho de ver a algun hombre con un niño agarrado de un brazo y con un bebé en el otro.
Unos cientos de metros después, otro trabajador. No obrero, no administrativo. Un trabajador dispuesto a ejercer de inmediato su improvisado oficio con sus únicas herramientas: una guitarra en mano y una voz firme en la garganta.
Toma un lugar, y empieza a trabajar. Interesante canción... Alentadora para cualquier mujer. Una de esas del tipo "Tanto les debemos, y con tan poco les pagamos". No se suelen escuchar canciones así.
Canta otras cuantas canciones, algunos fragmentos. Y después procede a desocupar su lugar para cobrar su sueldo. Un sueldo pedido de favor, incierto, injusto quizá. Unos cuantos pesos que le son otorgados por sus servicios no solicitados. Dos pesos con cincuenta centavos de mi parte, lo que me quedó de la moneda para el pago del pasaje. Da las gracias, y se va, por la puerta trasera del autobús, a esperar cualquier otro, a cantar quizá una nueva, quizá la misma canción, para seguir cobrando un sueldo incierto que quizá sea para él, quizá para una esposa, quizá para un hijo que lo necesita.
Y el camión sigue su camino. Dando trabajo al payaso del monólogo, al vendedor de gelatinas, al de aguas embotelladas, a un cantante a capela, a una madre e hijo para una entretenida escena.
Quizá sea incómodo recorrer media ciudad de Monterrey a bordo del transporte público. Pero es algo que hace observar elementos invisibles: Hay autos nuevos rodando por las nuevas vialidades, enfrente de los nuevos centros comerciales, de los edificios elegantes, de los pequeños locales transnacionales. Y claro que hay personas buscando comida entre basura. Claro que hay personas con los puentes viales cuales techos y bancas públicas como camas. Claro que hay personas pidiendo limosna en las esquinas. Claro que hay niños y adultos tratando de sobrevivir entre la indiferencia -Tratando de escapar de los monstruos que nadie ve-. Claro que somos afortunadísimos por preocuparnos por tareas, por trabajos y exámenes, claro que somos afortunadísimos por preocuparnos por la conexión a Internet, por las salidas de los viernes, por la ropa sucia.
Claro que somos afortunados por vivir aquí, así, pudiendo leer esto.
Sin embargo, más que esto, algo me queda claro.
Claro que todo se puede mejorar.
Y claro que hay una sola persona que puede hacerlo.