De repente, la sombra desaparece por un momento. Y el mundo entero parece caerse.
Alzan la cabeza mil almas a la torre que se han acostumbrado a ver, otros de los edificios de junto sólo voltean por la ventana, se tapan la cabeza, cierran los ojos para después tratar de descubrir qué ha pasado. Todas las miradas y las respiraciones se orientan en una misma dirección: junto a otra de la misma complexión, su torre gemela, la mole de acero y concreto más sobresaliente de Manhattan se incendia en su punta cual gris vela de candelilla. Y luego, su hermana. Quienes se sorprenden por lo que pasa al lado ven en ello su última acción en vida.
Dios santo. No es cierto que esto esté pasando.
Gritos, exclamaciones, llanto, desesperación, miedo, impotencia. Gente viendo olvidándose que existen. Gente rezando, llamando al Dios que parece el único capaz de hacer algo así. Gente corriendo por una vida que antes no les había importado. Gente capturando embobada con una cámara en la mano el momento que marcaría a millones de habitantes de una nación sumida en el vacío. Gente que no lo cree, que sabe que no puede ocurrir.
Y 3017 almas extintas bajo el fuego y la chatarra de miles de toneladas de piedra. 3017 almas que vivieron el último día de su vida sin saberlo. 3017 almas que, sin quererlo, sin haberlo escogido, comenzaron un efecto dominó acelerado por el miedo y la ambición de genocidio y riqueza. 3017 almas que pusieron al mundo en su más frágil y estúpido estado: el estado del miedo y del aprovechamiento del mismo. Ese 11 de septiembre de 2001, mientras yo estaba en la escuela primaria, casi 300 millones de habitantes norteamericanos se darían cuenta de que eran tan frágiles como cualquera o más, no podían ya ocultarlo y el mundo ahora estaba en el mundo. Más de 300 millones de habitantes fuera de norteamérica dejaban escapar su emoción guardada, y la solidaridad nacía, porque no había otra manera de que pasara. ¿Jaque mate? Cómo pudo ser, cómo pudo pasar que la mayor potencia mundial, el rey del mundo capitalista, fuera tan frágil, tan humano...
Tan humano...
3017 personas muertas, entre trabajadores de las torres y sus alrededores, entre personas que caminaban por la calle, entre pasajeros de avión, entre burócratas del pentágono y terroristas tratando de encontrar su alma. 3017 personas... Y el terrorismo ya es real. Y ya está aquí. La gente del imperio se tambalea así como se descubre: Hay que abrir los ojos. Somos mortales.
3017 vidas extintas bajo tierra húmeda por las mangueras de los bomberos, héroes nacionales. 3017 espíritus robados por arte de arrojo o casualidad.
3017 excusas para empezar una guerra en la que han muerto más de un millón de personas. Más de un millón, por 3017. Más de un millón por unos barriles de petróleo. Más de un millón por el miedo, la ambición, el control, la estupidez. Debajo de los escombros de lo que antes fue un hogar diseñado para ser seguro, junto a un coche bomba frente a una escuela, frente a un tanque militar o en una base de guerra, asesinados en genocidio o esporádicamente. Más de un millón de vidas perdidas. Más de un millón entre soldados y policías, entre enfermeras de guerra y madres con niños, entre estudiantes y trabajadores. Más de un millón, y la Guerra continúa.
Y a esa guerra va ligado un presupuesto de más de dos billones de dólares que Estados Unidos parece dispuesto a gastar en gasolina para tanques y municiones para las armas. A eso, se suma lo que muchísimo países están dispuestos a otorgar a la lucha unida contra el terrorismo, el oprimente miedo de las masas, el arma más poderosa: la muestra al enemigo de su vulnerabilidad. Billones de dólares. Y el 40% de la población mundial, casi 2,700 millones de habitantes, sigue viviendo con menos de 30 pesos diarios. En su vida, ese 40% de la población mundial gastaría algo parecido al costo de la guerra.
Pero el mundo está unido, si, contra el terrorismo. Comiéndose a sí mismo para borrar las heridas, comprando, produciendo para borrar marcas, para reducir problemas. El mundo está unido contra el terrorismo. Y mientras, miles de personas mueren de hambre en África... O en algún rincón de esta misma ciudad que me vio nacer. La pobreza está en todos lados. Que no la queramos ver, es otra cosa.
Dos billones para la guerra. Más relleno para la fosa. Más comida para gusanos. Más miedo para la gente. Más control sobre el pueblo. Más dinero para que el mundo funcione. Más, más, más.
Y más inconsciencia.
Más impotencia. Más ojos cerrados que no pueden ver que tienen manos. Que el mundo está hecho de humanos. Y que como humanos que somos, podemos cambiarlo.
No se ha hecho él con pasividad y resignación.
El mundo necesita una voz, necesitamos una sola voz: la nuestra.
Y es hora ya de dejarla salir.
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