Milenios, milenios con el mismo destino. Una añora esas épocas cuando se vivía con caricias por ser frágil, cuando se era tan desechable como un "¿Quieres ser mi novia?". Pero seré justa: así de frágiles las éramos que perecíamos entre las llamas de la punta de flecha en algún ataque a nuestra aldea. Perecíamos desmontadas cada viaje de los nómadas. Algunas servían para más, las de pieles de bestias, arrancadas con más fiereza de la de la pantera cuando ataca. Suertudas aquellas que pudieron ser felices con los hombres.
Algún día debieron ser felices.
Hoy, yo no sé desde hace cuánto ni hasta cuándo acabará, somos lo mismo pero más feo y sin chiste. Un simple y original círculo, un cono, se convirtió en una pequeña figura de cuatro lados reproducida a diestra y siniestra sin mediciones, sin escrúpulos. Los que nos manejaron quisieron embellecerse la vida con más complicaciones: henos en pasadizos secretos, sótanos, alacenas, escaleras, aposentos reales y calabozos; bifurcadas, descabezadas. Henos aquí siendo reconocidas por nuestra simple y menospreciada capacidad de escuchar. Las paredes oyen, dicen. Y sí, oímos. Pero a nadie le importa.
Habiendo estado por cien años o los que sean, empolvada y desempolvada, pintada y repintada, con carteles y pedazos de cinta adhesiva en la superficie y estantes y vitrinas recargadas, se aprenden ciertas cosas.
Las paredes oyen, dicen. Y sí, oímos.
Oímos cada día temprano, cuando abre la biblioteca, cada paso del triste burócrata con una televisión portátil en su escritorio. Oímos los zumbidos de las moscas y los susurros de los locos que leen caballería y finanzas. Oímos esos días de trabajos de escuela cuando los pubertos gastan tiempo en jugar a amar, y cuando lo hace uno que otro adulto fugitivo. Oímos las letanías parsimoniosas de quien no es capaz de leer en silencio y la correteada de los niños cuando la guardería estaba cerrada. Oímos los monólogos del acomodador de libros que siempre podría estar en algún lugar mejor, haciendo algo mucho mejor.
Y por ello vivimos, o algo así, como factores abióticos de este ecosistema.
Bendito aquel que no nos dejó medios y sí la eterna condena de guardarnos los secretos de esta humanidad. Bendito sea aquel al que se le ocurrió no ponernos boca y rajarnos nomás para remodelar, el que nos dejó gritar sólo nuestra miserable destrucción bajo la bola demoledora y los mazos furiosos de los obreros, por el estrello de un coche inconsciente, en el estallido de una granada de tiempos de guerra y terrorismo.
De todos modos ellos se encargan de tener sus propios líos entretenidos. En tantos problemas se meten, que algunos escriben textos sobre paredes.
Como si las paredes pudieran pensar.