41 años.
Esta mañana fue elegida la nueva sede de los Juegos Olímpicos: Río de Janeiro.
Hace 41 años, estos mismos juegos, los Juegos Olímpicos del Black Power, de la Paz, de México 1968, estaban a 10 días de comenzar. ¿Y qué país iba a reibir al mundo entero? Un país con manifestaciones diarias, con escuelas y universidades ocupadas por el ejército, con las calles taponadas por estudiantes y el pueblo alborotado y desobediente.
Casi tres meses llevaba esto.
Desde aquella pelea entre preparatorianos que se convirtió en una represión al estilo del porfiriato, con la fuerza y las armas por delante, la crisis comenzó. Una crisis que dejaba ver que las cosas no eran perfectas en un país que debía serlo, que iba a ser el centro del mundo en menos de unos meses, ese mismo año. 1968, el desgarre de la pirámide.
Tanques afuera de las aulas. Armas en lugar de mochilas. La insignia del partido comunista y el rumor sustentado por la prensa, de los boicots externos, de los terroristas, de los salvajes estudiantes universitarios. Ya era demasiado, y nada debía poner en peligro la calidad de la próxima fiesta mundial. Nada. Unos malditos hijos de la chingada, con sus ideales estúpidos y camisas rojinegras no lo iban a impedir. O por lo menos así pensaron El Señor Presidente en turno, Gustavo Díaz Ordaz, el sucesor de la corona implícita de López Mateos, y sus respectivos subordinados.
Así que no lo impidieron.
El día crucial: 2 de octubre de 1968.
El lugar: La Plaza de Tlatelolco, de las Tres Culturas. El ombligo del ombligo.
Los hechos: México se apuñalaba el corazón. Más de 200 personas, entre estudiantes, hombres y mujeres, ancianos y niños, trabajadores, seres humanos, perecieron en momentos, alcanzados por la ráfaga de balas provenientes de arriba, de atrás, de un lado y de otro, de enfrente. Eran casi las siete de la noche, los discursos desde el piso tercero del edificio Chihuahua estaban por terminar. El cielo se tiño de rojo...
Y unos momentos después, toda la plaza lo hizo. Un helicóptero dio la señal a aquellos apostados en los pisos del Chihuahua, los del guante blanco, los francotiradores del Batallón Olimpia. Dispararon ellos. Disparó la policía. Disparó el ejército. Anuncios de provocación y resistencia: "No se muevan, gente, es sólo una provocación"...
Pero no lo era. Los tanques y patrullas rodeaban la plaza, más allá de las armas que escupían sin medición ni puntería, sin escrúpulos, a todo aquello que se moviera. No importaba que fuera estudiante o trabajador, que tuviera un libro o una muñeca en la mano: Nadie debía salir de ahí, nadie. Ahora sí se los llevaba la chingada a esos pendejos que tanta Revolución querían. Ahora sí, aquí estaba lo que se habían buscado. Con el gobierno no se juega. Con un gobierno muerto de miedo, nunca se juega.
Aquella noche en Tlatelolco, México se partió de nuevo. Las décadas de estabilidad parecían estar en juego esos días... Y el gobierno, y México, no podía hacer nada más que lo que la lógica temerosa le dictaba. Los jóvenes soñaban. Los viejos, les daban sus nalgadas. Era hora de la realidad. En este país, no se sueña.
No puedo hacer nada más que lo que me dictan mis manos inconscientes del mandato de la conciencia. A 41 años, nadie, nadie se acuerda. Si bien es cierto que no se olvida, nadie se acuerda. Pareciera un año perdido... aunque fue 1968 el año más importante del México moderno, del mundo moderno. Pareciera un lugar desierto, con unos restaurantes en la Planta baja del Chihuahua y visitantes a las ruinas del Templo Mayor... Pero es la pila bautismal de México. Ahí está el acta. Ahí está nuestra raíz. Nuestro nacimiento, nuestro corazón y nuestra alma. En ese Centro Universitario y ese memorial, en esas palabras de Rosario Castellanos, en esa plaza con astas vacías y ruinas tiradas en verde pasto, en esa iglesia sincrética y esos restos del edificio de Relaciones Exteriores...
Y ahí están, sin embargo, esos murales pequeños de vivos colores, escondidos entre las copas de algunos árboles, todos con la misma leyenda pintada en letras negras hechas a mano:
2 de octubre de 1968.
¡No se olvida!
...
La oscuridad engendra la violencia
y la violencia pide oscuridad
para cuajar el crimen.
Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche
para que nadie viera la mano que empuñaba
el arma, sino sólo su efecto de relámpago.
¿Y a esa luz, breve y lívida, quién? ¿Quién es el que mata?
¿Quiénes los que agonizan, los que mueren?
¿Los que huyen sin zapatos?
¿Los que van a caer al pozo de una cárcel?
¿Los que se pudren en el hospital?
¿Los que se quedan mudos, para siempre, de espanto?
¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie.
La plaza amaneció barrida; los periódicos
dieron como noticia principal
el estado del tiempo.
Y en la televisión, en la radio, en el cine
no hubo ningún cambio de programa,
ningún anuncio intercalado ni un minuto de silencio en el banquete.
(Pues prosiguió el banquete.)
No busques lo que no hay: huellas, cadáveres
que todo se le ha dado como ofrenda a una diosa,
a la Devoradora de Excrementos.
No hurgues en los archivos pues nada consta en actas.
Más que aquí que toco una llaga: es mi memoria.
Duele, luego es verdad. Sangre con sangre
y si la llamo mía traiciono a todos.
Recuerdo, recordamos.
Ésta es nuestra manera de ayudar a que amanezca
sobre tantas conciencias mancilladas,
sobre un texto iracundo, sobre una reja abierta,
sobre el rostro amparado tras la máscara.
Recuerdo, recordemos
Hasta que la justicia se siente entre nosotros.
Rosario Castellanos