Déjame poner atención a mi clase. Si, lo hago siempre que hay que hacerlo y siempre que no ayudo a alguien más a dar clic a "On", sí lo hago por que hay que hacer una tabla, seguro otra tabla de esas monótonas con una clave principal -por obviedad- y para dar formato a los campos con esos recaditos y notas y descripciones que no se van a ocupar, fabricar registros artificiales que me invento con el poder de mi creatividad adoptada. Aureliano Buendía en Macondo, Monterrey, número 83041102, masculino. James Evans en Grimmauld Place, San Nicolás, número 83310789, masculino. Come on, una mujer; digo, vamos, una mujer, Juana Rodríguez en Londres, Guadalupe, número 83310762 o algo así, así dejémoslo que a final de cuentas nadie ve nada y nomás me quiero lucir conmigo mismo. Déjame acabar esta tarea tediosa, mantenerme ocupado por la hora por la que pago de lunes a viernes con una beca que bien que uso. Déjame aprovechar, que lo hago y bien, mejor que nadie y con presunción y todo. Deja que sean las cuatro de la tarde y la campanita suene, la que está en el lobby o recepción, mejor recepción, creo que junto a las escaleras. Deja que tome mis cosas, la libreta que no usé por que desde fechas arcaicas ni la fecha pongo, deja que guarde el lápiz y la pluma porque quise sacar todo, todo adentro de esta mochila azul, tan clásica e intertextual, tan sin chiste. Deja me la amarro a un hombro por que no me gusta traerla en los dos. Pero no pienso en eso, por reflejo en los dos. Déjame decir adiós, despedirme como Dios manda de unos cuantos, Krystina por defecto de fábrica, quizá Betzabé, quizá Éricka, déjame despedirme con un ligero movimiento de palma, un beso o dos y un hasta luego, o más bien Bye, profe, que siempre me gusta más decir profe que nada, si es bonita y amigable esa palabra. Déjame bajar las escaleras que a ella, mi profe de un cutis extraño con un labial que resalta horrores (que no me importa mucho, pero que resalta), a ella con el pantalón negro de tela movediza y zapatos extraños le gusta usar el segundo piso. A mí no por que detesto esos monitores voluminosos y el olor de ese minúsculo rincón de monstruos blancos amontonados, uno sobre otro, uno junto a otro, con el mismo armazón pero con el alma cambiada una y otra vez y un sistema de punta, no lo niego, pero en un rincón de choquía que detesto no con el alma pero si con el trasero. Déjame bajar solo, tras negar la compañía por que me gusta viajar así, amo viajar así, moverme a lo largo del metro que conozco por costumbre sin nadie a mi lado más que mi mente que divaga entre letrero y letrero y con suerte entre pista y pista, melodía y melodía, mientras no tenga sueño y tarea en que pensar por que la secu acapara también y entorpece mi educación. Cómo me gusta hoy, aunque no me guste eso sino que no me gusta la compañía, cómo me gusta hoy estar sin estar al lado de alguien que me roba el tiempo por no decir que no y por pura filantropía amistosa, que molesta pero que me trago para transformar en instrucciones pacientes y risitas tontas, en alguien que sabe un poco más, un buen maestro que eso quiero. Déjame decir que no por que voy a otro lado y cruzar antes que nadie por las columnas de espejos, el  azulejo blanco del piso, las escaleras con la pared lila de muchos cráteres y erupciones, esa pared rugosa que me gusta y que no me gusta. Déjame bajar sin instrucciones, por que desgraciadamente aún no sé cómo, déjame cruzar la recepción sin notar a los de la clase siguiente más que tal vez al cabezón ese. Cruzar por enfrente de los baños y al lado del otro laboratorio, el que sí me gusta, déjame dar pasos moderadamente grandes por que si tengo ganas de llegar temprano hoy. Déjame jalar la puerta, la primera, y luego empujar la otra y pisar la alfombra estampada, del tipo de adquisiciones elegantes, por decir algo, cuyo sentido de existencia se me pierde. Déjame ver a ambos lados y descubrir que hay una lucecita roja a mi derecha, aunque no lo pienso pero déjame hacerlo, y mirar al otro lado, la izquierda aunque no lo pienso y descubrir la pequeña fila de dos autos de ancho, de algunos más de largo, a que me dejen pasar entre motor y escape, con el paso largo hacia ti. Déjame cruzar, bajar la acera con el filo amarillo gastado, gastar miserablemente el pavimento con mis zapatos tenis grises con una bolita de equilibrio en ellos, no de esas sino un ying-yang decorativo a cada lado. Déjame subir la acera frontal, por obvias razones aburridas y de planeación urbana y humana. Subir un escalón, de nuevo sin instrucciones, caminar moderadamente rápido y pasar al lado de atrás que ahora es el de adelante del puesto de revistas que desde hace meses está cerrado, la mole verde en la que nunca compré nada aunque siempre me antojó.

Déjame tenerte, ser tuyo, acariciarte, así, como lo han dicho mil voces antes que la mía y mil palabras antes que las nuestras, cada centímetro de tu piel, cada puto centímetro de tu piel y cada suspiro tuyo, cada tejido de alma, cada fibra de espíritu entrelazada con tu organismo, déjame ver esos pensamientos que nadie más ha poseído, escribir tu autobiografía, nadar en esa piscina con los robalos verdes que no son robalos pero robalos suena, suena, mira como suena robalos, déjame tenerte, u odiarte a partir de ahora y hasta la eternidad, y aquí hasta el último rincón de este mundo, que no es ninguna ciudad ni ningún pueblo más que entre los dedos de tus pies, entre las olas de mi primer viaje a Tampico, aterradoras, déjame, déjame ser libre para que seas libre conmigo, de nuevo, déjame saberte y que me sepas, ser recíproco y comenzar una orgía armoniosa, contigo y sólo contigo que ambos queremos, déja que ambos queramos, que ambos queramos nuestros labios en una patética simbología de que ambos queremos devorarnos al otro sin ninguna clase de piedad o medida, déjame dañarte como a nadie más y estar en tu mente, en tu casa, en tu alcoba y al lado de tu asiento en un atardecer, en tus recuerdos clichés y tus lágrimas de cocodrilo, y tu alma condensada, que estes tú aquí también para equilibrar las cargas, las vidas, y estar en el centro imaginario de todo, déjate ser el centro del universo sobre mí y abajo que ambos lo somos y no tiene caso que diga ambos, déjame estos segundos, este medio segundo, déjame ver tus ojos estas miserables centésimas de segundo, millonésimas de millonésimas de mi vida, para imaginar que te amo y que soy feliz y amarte y ser feliz mientras miro esos hermosos ojos cafés en ese hermoso cuerpo con esa ropa que te sienta bien y esos zapatos negros, todo, todo alrededor de esos ojos que se desvanecen rápido y para siempre, como bajo cada escalón hacia la estación Padre Mier del metro.

2 comentarios:

Marcela dijo...

Vergas. Me sacaste lágrimas con ese último párrafo.

Anónimo dijo...

Estoy enamorada de la manera en que escribes. Eres un genio.

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